Hace días que tengo en mente una reflexión sobre el futuro, sobre lo poco que estamos haciendo como sociedad por ello.
El futuro no está compuesto de modernas tecnologías (que a la vuelta de unos pocos meses quedan obsoletas), ni de grandes obras de infraestructura (que serían inútiles si no hay quien las disfrute), ni de grandes empresas multinacionales (que se quedarán sin empleados calificados), ni de gobiernos totalitarios y democracias parciales (que se quedarán sin votantes)…
No, el futuro está hecho de personas de carne y hueso, con sentimientos, proyectos, anhelos y emociones. Y esas personas son los niños y las niñas del presente. Esos que se quedan a medio camino en todo. Esos que están en el olvido de las administraciones públicas y la empresa privada; esos que están a la cola en los servicios sanitarios y en la educación de calidad; esos que tienen que conformarse con ver a sus padres unos pocos minutos al día y aguantar el estrés del fantasma de la pobreza… esos, nuestros niños y niñas, nuestra infancia, es nuestro futuro.
Son los niños y niñas de hoy quienes disfrutarán o sufrirán el mundo del mañana; y sin embargo nuestra visión de futuro es totalmente adultocentrista.
Algo va mal, algo en la pirámide de valores no está funcionando. Estamos permitiendo la invisibilidad de la infancia, sin entender que con ello estamos condenando a la invisibilidad del adulto en el futuro; nos estamos centrando en la producción y la productividad (a bajo costo? No… el costo es tan alto que lo que producimos son seres inertes en lugar de criar humanos). Estamos condenándonos como especie.
Estamos privando a una generación de ser cuidada y disfrutada por sus padres, madres y familia. Estamos privando a la futura generación del disfrute máximo de la tribu y el ente social, les estamos llevando obligados a asumir una independencia y una temprana madurez porque los ritmos de la sociedad son los que se imponen, y no los de los niños y niñas. Las prisas nos consumen y le roban calma y placidez a la infancia.
Y lo peor de todo es que todo esto lo justificamos; y como no iba a ser de otro modo. Si no lo justificásemos entraríamos todos en una espiral depresiva y autodestructiva, porque a veces, y digo a veces, es más fácil extrapolar las responsabilidades que asumirlas.
No puedo resistir que el gobierno siga posponiendo los planes para combatir la pobreza infantil; no puedo simplemente asumir que sea normal que un bebé de 4 meses tenga que ser separado de su madre y de su padre, por la ausencia de medidas de protección a la infancia; no quiero. Por ello al menos dejo mi grito ahogado y ésta constancia de mi repudio…
Suscribo lo que dices palabra por palabra. Más allá del Gobierno, que también, los propios adultos ninguneamos a los niños y les obligamos a adaptarse a cosas que nosotros nos negaríamos sin dudar y que nos parecerían indignas. Pero como son pequeños y no se quejan (y si se quejan, es que son malos). Creo que si queremos cambiar este mundo del que todos estamos tan descontentos, la solución no es manifestarse, ir a la huelga o cualquier otra revolución social: la revolución social empieza desde el embarazo y nosotros, padres y madres, elegimos cómo vivirlo, cómo educarles, qué les queremos dar y de qué les queremos privar. Por supuesto, no hay que renunciar al trabajo, por ejemplo, para hacerlo, pero sí que deberíamos cambiar nuestras prioridades. Yo lo estoy haciendo pero hay tantísima presión desde la sociedad que es muy fácil tirar la toalla después de días y días de sentirse sola y dar explicaciones sobre cada paso que das en la crianza de un hijo y que se sale de lo tradicional.
Coincido con Patricia, en que de nosotros depende dar el lugar y el valor que merecen y dejar de ningunearlos es el primer paso. Me ha gustado mucho tu reflexión y me la guardo para seguir pensando en ella.
Me adhiero en cuerpo y alma a tu grito. Con permiso, voy a difundirlo y compartirlo.